Resulta que cuando era niña nunca fui fanática del pan. Tampoco ansiaba comer tortas sin parar, o pasteles, o berlines, ni menos galletas, las que jamás me convencieron del todo, por ser secas y demasiado dulces.
Así, cuando me dijeron “usted no puede comer más cosas con harina de trigo, ni cebada ni centeno ni avena…” no me sonó tan terrible. Claro, yo no tenía idea entonces, que cada cosa que se fabrica en Chile para engañar al estómago contiene gluten. Me tomé con filosofía (y resignación), el diagnóstico: estaba en la etapa III de Marsh, había bajado mucho de peso para mi contextura natural y casi no podía comer nada. La dieta sin gluten era una promesa de que me iba a sentir mejor, que dejaría de sentir náuseas, de hincharme y de casi no poder comer nada sin enfermarme. En ese camino de búsqueda de bienestar había además dejado de comer carne, así que puede que sea una de las pocas celíacas vegetarianas del país, con todo lo duro que eso puede parecer.
En ese minuto, a inicios del 2009, me dije: “no será una cosa tan seria eso de dejar el pan y los cereales”. Primer gran error. Bastó con que me enfrentara al hambre en las horas de trabajo para querer comerme un buen pan con queso. Y empecé a darme cuenta que lo que antes no me había atraído, ahora era algo muy deseable. ¿Pan sin gluten en un kiosko del centro de Santiago? Imposible. ¿Y esos pastelitos me harán muy mal?. Sin duda alguna, el 98% de los productos de un kiosko están prohibidos para un celíaco!
Así es como surgió un amor prohibido por esas preparaciones bonitas, pero llenas de gluten: cupcakes, queques, berlines, cervezas frías en verano, panes de pascua, fideos con crema, tortas de cumpleaños.
Las preguntas comenzaron a aparecer al respecto entre mis amigos y seres queridos: “Sí, puedo comer papas. No, no puedo comer galletas de salvado. Sí, el arroz es la base de mi dieta. No, no untes tu pan en mi jugo de tomate, por favor, por que eso lo contamina…oh, gracias, ¡muy tarde!” y así. Es una historia de nunca acabar.
Hasta ahora, cada vez que alguien me conoce o cuando trabajo en un lugar nuevo, tiene que enterarse de por qué rechazo galletas y trozos de pan. Siempre es la misma frase: “soy intolerante al gluten y si como pan me enfermo; No tomo cervezas sólo porque no puedo… si antes me gustaban mucho!”.
¿Que si es fácil ser celíaco en Chile? No lo es. Sale caro, hay que leer todos los ingredientes de los envases y la verdad, con el tiempo, toda esa comida que no me interesaba ahora me parece riquísima, sólo por el hecho de estar prohibida. Como bien dicen: uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde… ¡qué manera de darme cuenta!